Cuatro años del Tajogaite: avances, promesas y una reconstrucción que se frena

Artículo escrito por: Carlota Pobeda de Manuel

Entre la paciencia de los vecinos y la lentitud de las instituciones, la isla sigue esperando soluciones

Un domingo cualquiera de septiembre, cuando gran parte de la isla se preparaba para despedir el verano y volver a la rutina, la tierra decidió recordarnos que está viva. En las semanas previas al 19 de septiembre de 2021, los enjambres sísmicos se habían convertido en conversación habitual: rumores de una erupción después de medio siglo, titulares que se multiplicaban y la duda constante en cada esquina. Quienes recordaban el Teneguía (1971) miraban con escepticismo, convencidos de que aquello no pasaría de unos cuantos temblores. Otros, en cambio, sentían que el volcán estaba a punto de despertar. Lo cierto es que ni siquiera las autoridades parecían tener certezas: las medidas preventivas resultaban confusas, la información escasa, y, mientras tanto, los medios regionales intensificaban la cobertura, llenando el aire de una mezcla de expectación y desasosiego.

Finalmente, en torno al mediodía de aquel domingo y en cuestión de minutos, una columna de ceniza se abrió paso sobre la dorsal de Cumbre Vieja y la lava comenzó a descender montaña abajo, iniciando una carrera imparable hacia el mar.

La vida se volvió una espera. Cada mañana comenzaba con el parte de daños y la actualización de la colada: cuántas casas había tragado, qué carreteras había cortado y qué vecinos podían entrar, en ocasiones por última vez, a recoger recuerdos y enseres. Durante 85 días, la isla vivió pendiente de mapas de coladas y del rumbo de la lava. Más de 1.200 hectáreas quedaron cubiertas, cerca de 3.000 edificaciones fueron destruidas y miles de personas tuvieron que abandonar sus casas, muchas sin saber si volverían a verlas.

La erupción terminó el 13 de diciembre de 2021, pero comenzó entonces una etapa quizá más dura: la reconstrucción. Primero llegaron las ayudas de emergencia, el realojo en hoteles y viviendas temporales o el reparto de enseres básicos. Luego, poco a poco, los planes para levantar carreteras, restituir servicios y devolver la movilidad. La apertura de la carretera La Laguna–Las Norias, un año después, fue uno de los hitos más simbólicos: volvía a unir el valle tras más de 400 días de aislamiento.

También se activaron indemnizaciones para compensar la pérdida de viviendas habituales, se iniciaron las expropiaciones para la nueva carretera de la costa y se diseñaron planes para el sector agrícola. La red de sensores en Puerto Naos y La Bombilla permitió que, tras meses de cierre, se autorizara la vuelta a centenares de viviendas, aunque el proceso sigue siendo lento y con restricciones en zonas de alto riesgo.

Pero cuatro años después, el impulso inicial se ha diluido. La burocracia, la complejidad de trabajar sobre un terreno aún inestable y los retrasos en la llegada de fondos estatales, así como el reparto de los mismos, han ralentizado la ejecución de proyectos. El Cabildo de La Palma enfrenta críticas por la lentitud de obras clave, el retraso en expropiaciones y la falta de calendarios públicos para completar infraestructuras esenciales. La oposición lo llama “parálisis”, y los afectados lo viven en carne propia: expedientes que no avanzan, obras anunciadas y nunca iniciadas, licitaciones que caducan.

La isla sigue esperando una administración fuerte, que tome decisiones valientes y que demuestre el compromiso con la reconstrucción a base de hechos. Es cierto que fue una situación inesperada, que no se contaba con protocolos de actuación específicos y que los primeros pasos tuvieron que ser improvisados, pero, cuatro años después, no podemos seguir dando palos de ciego.

Los palmeros reclaman hechos más que titulares. La restitución de infraestructuras, la vivienda definitiva y la coordinación institucional siguen siendo asignaturas pendientes. Aunque, si nos centramos en lo más personal, lo que más reclaman los damnificados es la simplificación de la burocracia, que, en ocasiones, exige documentos que quedaron sepultados bajo la lava. Un hecho que ocasiona que estos procesos se alarguen en el tiempo y, por lo tanto, la esperanza de recuperar la normalidad a corto plazo se diluya. Muchos de ellos, mientras la erupción seguía activa, pedían que “no se olviden de nosotros”. Un grito de auxilio que, parece ser, de poco ha servido y cuatro años después se ven abandonados y sin sus necesidades atendidas. La población no puede pagar el precio de los pulsos partidistas ni de las demoras en los despachos.

Cuatro años después, La Palma ha mostrado una resiliencia admirable. Pero la resiliencia no puede convertirse en resignación. La memoria de lo perdido debe servir para exigir a todas las instituciones un paso decidido al frente. Queremos volver a vivir, no solo a resistir.

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